“Estoy bien, gracias”
Una forma socialmente aceptada de mentir y que te crean.
Cada mañana despierto temprano y cuando digo temprano, realmente lo es, a veces 4 am o 5 am, pocas veces a las 6 am y algunas otras, en algún punto alrededor de las 3 am, sin duda, parezco viejito. Dependiendo de la hora, suelo dedicar ese tiempo robado a la luz del día a leer un libro, al celular u otra cosa, y desde hace unas semanas esa lista incluye hacer ejercicio en alguno de los parques cercanos a donde vivo. Después de correr, regreso a casa y empiezo con las ocupaciones diarias de una vida adulta que incluye múltiples actividades que van dejando la pila vacía conforme se acerca la hora de dormir. A veces el agotamiento es tanto que tomo una siesta; pero no siempre se puede, así que, eventualmente, llega un fin de semana en el que caigo en los brazos maternales de una siesta de 3 horas corridas porque mis hábitos de sueño me siguen despertando temprano sin importar el día de la semana o la época del año. Pero esta rutina no siempre fue así, hasta hace poco menos de un año, solía dormir de corrido y despertar hasta las 6 am, como gallo de rancho, quizás no al 100% descansado, pero dormía más.
La verdad, es tan fácil engañar a la gente a nuestro alrededor de que estamos bien, tan fácil como responder a su pregunta de ¿cómo estás? con un “bien” y darle una lista de lo que hemos hecho ese día o los anteriores. De alguna manera, la percepción de estar bien está ligada a hacer cosas y quien las hace no puede estar mal, ¿o sí?, visto desde el listado de mis múltiples actividades básicas, recreativas y productivas no debería haber una respuesta negativa para la pregunta frecuente de “¿cómo estás?”, porque puedo responder a esa pregunta con el más entusiasta o discreto “bien” y cualquiera me lo va a creer si le agrego información sobre algo que hice recientemente, incluso puedo ser convincentemente risueño, bromista y atento en cualquier conversación, pero lo que no puedo lograr es engañarme a mí mismo de esa manera, cuando dentro de mí sé bien que algo no está bien.
Así pasaba que cuando me despedía de la gente y volvía a estar solo, ese estado risueño desaparecía y el silencio se apoderaba de mi entorno y la sensación de desasosiego se hacía más tangible. Regresaba un deseo insaciable de no hacer nada, de perderme en la TV o el celular, de escapar a esa sensación de inutilidad, tristeza y desesperanza que rondaba silenciosa en mi cabeza. Un cansancio se apoderaba de mi cuerpo y un vacío frío de mi pecho. De sentir de manera secreta e inconsciente que nada de lo que hacía serviría para algo, que mi realidad no se vería afectada por una sola de mis acciones y el rumbo de mi vida se mantendría inexorablemente igual y nada ocurriría para romperlo y tornar mis días en emocionantes y diferentes.
Qué suerte que necesito comer y tampoco tengo la vida resuelta, porque así estoy obligado a trabajar para que esa comida no falte; qué suerte que soy limpio y de hábitos de monje para que no falten el baño diario y el acicalado que me hacen pasar por alguien normal a ojos de cualquiera; qué suerte que tengo cuentas por pagar para que me sienta impelido a trabajar diariamente. Qué suerte que mi madre no tuvo un hijo flojo y pocas cosas me producen flojera y para las que la provocan, cuento con la determinación para mandarme a mí mismo a hacerlas. ¡Qué suerte!, porque si no fuera por las obligaciones, probablemente podría encerrarme un año en mi burbuja y nadie se daría cuenta que no estoy bien.
Ni siquiera yo me había dado cuenta, hasta que la falta de ilusión fue demasiada para no notarla y el clima nostálgico tan persistente como para desecharlo con un movimiento de mano, confundirlo con nostalgia poética o ahogarlo en una copa de vino. Visto en perspectiva, debería decir que era inevitable no percatarse de ciertos detalles como que rara vez tenía antojo de algún platillo en especial y comía solo por necesidad, que la belleza del mundo no me conmovía y la espontaneidad de mi risa era cada vez más escasa, que acumulaba libros sin leer en el librero solo porque no me apetecía leerlos y las actividades, pequeñas o grandes, no me proporcionaban placer alguno o deseo por realizarlas, que en pocas palabras no sentía nada, absolutamente nada; y que mi concentración había disminuido tanto que me costaba gran trabajo terminar alguna tarea que exigía concentración por más de 20 minutos y por lo mismo posponía todo lo posible aquello que la exigía.
Pero cómo iba a poder o querer darme cuenta que no estaba bien, si estaba cegado por la creencia que todo iba a estar mejor cuando esto o aquello pasara, cuando esta o aquella situación se resolviera, cuando lograra esta o aquella meta propuesta y en proceso de alcanzar, cuando no me faltaban cosas por hacer y tarde o temprano las realizaba, cuando no me faltaban motivos para ser feliz, aunque tampoco me faltaban para no serlo. Vivía ocupado en las cosas que estaban en mis manos resolver y resignado en aquellas que estaban solo en manos del de arriba darles solución.
Al principio, intenté no darle importancia a la sospecha que algo andaba mal en mi estado de ánimo. Me alejé de una parte de mi mundo y me aislé en la medida posible para estar más tiempo conmigo mismo en busca de una respuesta. Aunque me retraje, lo hice sin perder el contacto con la gente que amo, pero también sin abrirles la puerta para que supieran lo que me pasaba. Al final de cuentas, era algo que tenía que resolver por mí mismo, como todo lo que estaba en mis manos de arreglar.
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Pero llegó el momento que la acumulación de motivos para no ser feliz fue como una bola de nieve que fue creciendo hasta que se convirtió, de ser una tristeza escondida para todos, incluso para mí, en algo que iba más allá de lo racional y manejable, en una pérdida que no me había percatado de ella, una ausencia tan grande e inclusiva que no se reducía a una persona, un objeto, una circunstancia o aquello que nunca había tenido, sino a un duelo amplio de tantas cosas sin cerrar, procesar y soltar. La tristeza secreta se transformó en otra cosa, en un mal con nombre, en un término con síntomas y características muy claras y precisas.
Entonces, empezó el proceso de sanación.
Lo primero que noté fue que algunas situaciones influían para bien o para mal en mi estado de ánimo, la música alegre o guapachosa me ponía de mejor humor que la música romántica y la mayoría del repertorio en mi colección musical. También, el realizar actividades físicas como barrer y trapear, lavar el coche, trabajar en el jardín me llenaban de energía. Así que me alejé de la música, cine y televisión que no me ayudaba a sentirme mejor; como hacer tareas en casa no era suficiente, empecé a caminar y correr a diario, al principio me quitó más energía y se me acababa la pila más rápido, pero esa carga física mejoró mi sueño porque terminaba tan cansado del día que ya no podía despertarme antes de las 4:30 am.
Por fin, me practiqué un examen de la vista y como resultado me adaptaron lentes para ver mejor de cerca (de las mejores decisiones que he tomado) para así retomar el gusto y hábito por la lectura y alternarlo con el hábito de ver series de Netflix o el uso del celular. Hice una lista de los pendientes, grandes y chicos, me propuse atenderlos uno a la vez y sin permitir que de su progreso dependiera mi estado de ánimo y autoestima, más allá que de sentirme satisfecho y conforme por su avance, por pequeño que fuera. Leí algunos libros sobre lo que me aquejaba, para entenderlo y racionalizar todo lo que encontré en sus páginas.
Dejé de exigirme perfección a mí mismo, de esperar cualquier cosa de los demás o sentir que eran responsables en alguna medida de mi estado de ánimo sea por sus acciones o falta de ellas. Aprendí a identificar mejor mis emociones y el origen de éstas, a separarlas de racionalizaciones erróneas y también a cultivar las positivas y deshacerme de las negativas. Me corté el cabello, recorté y pinté mi barba, pues comprendí que ningún cambio interno llegaría completo si antes no cambiaba también lo externo. Busqué un nuevo trabajo que me brindara nuevos retos y emociones. Lloré a solas por lo perdido, me perdoné por mis errores y las fallas que me atribuía como responsables de mis fracasos. Hice otra lista, con todos los motivos que tenía para dar gracias a la vida y los abracé con el corazón y decreté que iba a darles más atención a lo que tenía y mucho menos a aquello de lo que carecía.
Salí de mi burbuja para compartir más con amigos y familiares, ir de compras, tomar un café o participar en eventos y comidas. No fue fácil, tampoco mágico, pero poco a poco, empecé a sentirme mejor. Ayudó bastante encontrar en mi psicóloga con quien hablar de lo que me había pasado en los últimos 12 meses, para que también, poco a poco, fuera cerrando los duelos sin procesar y descargara de mi sistema la mayoría de los motivos de mi infelicidad; aún me quedan algunos sin procesar y por lo mismo no puedo cantar victoria de estar libre de mi mal. Sigo trabajando en estar bien, para que cuando me pregunten cómo estoy, mi respuesta sea más real y honesta conmigo mismo y menos socialmente correcta con los demás.
A veces, me siento demasiado viejo (o quizá cansado), para conocer un cuerpo nuevo, besar una boca desconocida y enseñarle a un par de manos cómo me gusta que me toquen; otras veces, solo me siento así para empezar de cero y volver a enamorarme de alguien. Quiero que cuando llegue alguien especial y me pregunte: ¿cómo estás?, pueda responder: “Mejor, ¡Imposible!”.
Germán Renko @ArkRenko
Psicólogo y terapeuta de pareja.
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