
Preámbulo
Alguna vez el genial Oscar Wilde expresó que no existen más que dos reglas para escribir: tener algo que decir y decirlo. Muchas veces he estado con el teclado a dos centímetros de mis dedos, pero a un millón de años luz de mi mente. Porque la peor censura que existe es la autocensura y mucho peor que el bloqueo literario es el miedo a expresar una opinión que se aleje de lo políticamente correcto o el perfil que los lectores tienen sobre el escritor; ese miedo a ofrecer los pensamientos más íntimos al escrutinio del público. Hace unos días conversaba con una querida colega en el arte de acomodar las palabras y me comentaba que cuando escribía una novela sus editores habían intentado censurarle una historia que hablaba de incesto, pero ella había peleado con uñas y dientes para mantenerla. Le respondí que a mí me habían censurado con éxito total un capítulo, incluso sin terminar, por ser “muy oscuro y fuerte”, por “no ser el Renko al que están acostumbrados mis lectores”. ¡Joder! Sí, así como lo leen, si uno no puede reinventarse a sí mismo en cada historia por temor a la censura, entonces está condenado a encasillarse en las mismas historias y los personajes estereotipados que sus editores o lectores «prefieren», finalmente se resigna a no crecer como escritor ni conquistar ese preciado reducto en la mente de sus lectores llamado lealtad y preferencia. Me parece que el riesgo que corre un escritor que alterna sus labores de crear historias con las labores de columnista, cuyo principal propósito es expresar su muy personal y subjetiva opinión sobre un tema, es que sus lectores conozcan al ser humano, con sus defectos, prejuicios y muy escondidas virtudes y lo rechacen. Ningún escritor desea perder admiradores. Sin embargo, es el precio a pagar por dejarse conocer como ser humano. Soy un hombre con muchos defectos, creo que por eso tuve que desarrollar mis virtudes, para compensarlos. Dicho lo anterior, aquí les dejo mi columna de esta semana.
3 días rumbo a la locura
“Si los hombres supieran lo rápido que se llena de dudas la cabeza de una mujer, la llenarían de Amor más seguido para evitarse problemas.”

Todas las mujeres están locas, lo digo en el sentido figurado del término y desde una total unanimidad del género masculino. Todos los cerebros femeninos están a un pestañeo entre la cordura y la locura.
Un observador cualquiera, verá en esa mujer una encantadora representante de su género, que viste discretamente a la moda, amarra sus ideas con una coleta en la cabeza, camina y sonríe de lo más desparpajada por la vida. Pero por dentro, va pensando en mil cosas, brincando de un tema al otro y regresando sin motivo aparente a cualquiera de ellos, para después agregar uno nuevo a la fila, así todo el día. Si el mismo observador voltea hacia otra mujer, la verá trajinar todo el día, de arriba a abajo, entre la escuela, el trabajo y el gimnasio y quizá con una pareja, su familia, la familia del novio, los amigos y los amigos de los amigos, almacenando historias en la cabeza de todos ellos y tomando fotografías con el subconsciente que después usará para escribir impresionantes análisis de cada uno de ellos, quién se acuesta con quién, quién estaba pensando qué cosa cuando saludaba a no sé quién, redactando increíbles novelas basadas en otra cosa que no sea un detalle, un prejuicio o un desliz. Porque así son nuestras queridas mujeres, su mente simplemente no conoce la paz, la calma ni la falta de movimiento. A pesar de esa enorme telaraña de pensamientos, muchas veces atinan en sus hipótesis, aunque no sea por las razones correctas, porque su sexto sentido las rescata donde la lógica se desorienta entre lo tangible y lo supuesto.
Una mujer no es lo que dice, no es lo que escribe, ni siquiera lo que hace. Una mujer es lo que siente, aunque ni ella sepa qué es. Por eso es tan difícil entenderlas, porque donde nosotros buscamos argumentos ellas exponen sentimientos, donde nosotros esperamos razonamientos, ellas nos salen con intuiciones y corazonadas, con reclamos y dolencias emocionales, donde nosotros queremos dialogar, ellas solo quieren ser escuchadas y SENTIR que las comprendemos. A veces pienso que si los hombres olvidáramos la instintiva necesidad de solucionarles sus problemas a las mujeres y solo nos dedicáramos a escuchar sin emitir juicio u opinión alguna, sin hacer preguntas y sin ofrecer ayuda o posibles soluciones, notaríamos que nuestras queridas mujeres se curan solas con el mero hecho de hablar y ser escuchadas. Es asombroso el poder curativo de sus soliloquios y aún es más increíble verlas emerger con una sonrisa en los labios y un rayo de esperanza en la mirada después de un largo monologo, con o sin lágrimas incluidas.

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Por otro lado, las mujeres de por sí pueden ser obsesivas, masoquistas y recurrentes sobre un tema, pero enamoradas lo son doblemente hasta parecer disco rayado. Pobre de aquella amiga que le toca hacer el papel de confidente de una mujer enamorada e infelizmente insegura de su relación con un hombre. Ni siquiera importa que la relación haya terminado un año atrás, si la mujer no la ha superado, seguirá ciclada en el tema, en la búsqueda incansable de respuestas. El problema muchas veces es que aunque alguien obtuviera las respuestas que busca, ella las desecharía por considerarlas inadecuadas, incorrectas o falsas. Porque no se trata de hallar las respuestas, sino de recibir “LAS RESPUESTAS”, esas que ella necesita y en la forma que ella siente sus tristezas, dolores y penas. Así está canijo ayudarle, por cierto.

Quizá el Amor sería un juego perfecto si desde que dos que se conocen se establecieran todas las reglas y excepciones. Pero desgraciadamente el Amor es un juego que carece de reglas porque a los humanos nos atrae lo inesperado, nos volvemos “locos” por los defectos de alguien, aunque después no los soportemos y porque lo bonito del Amor, (en mi opinión de columnista) realmente debería ser: fluir a su paso y dejarnos llevar por su ritmo y aceptar las ofrendas que nos entrega. Pero eso sería lo ideal, en la práctica nada jode más al Amor que las expectativas y necesidades. En cuanto se empieza a decir «yo necesito», «yo espero» todo se va al carajo. Al principio todo es risas y diversión, besos y caricias, hasta que uno de los dos “siente” que no recibe suficiente o que no recibe lo que merece o espera. En ese preciso instante, el enamoramiento, nuestro paciente en cuestión, ha entrado en un cuadro infeccioso del cual no saldrá vivo sin un tratamiento largo, doloroso y complicado. Qué maravilloso sería que todas las parejas pasaran del enamoramiento al Amor verdadero, a amar de una manera madura a su pareja, pero para que eso suceda sería necesario que las mujeres no estuvieran tan locas y los hombres no fuéramos tan incapaces para entender sus emociones y sentimientos. Porque es verdad que sentimos que las mujeres tuercen y tergiversan todo, pero ese fenómeno sucede porque estamos programados para ver las formas sin notar los fondos. Porque observamos las enfermedades, pero obviamos los síntomas y por supuesto, nunca vimos las señales que llevaron a la mujer al cuadro emocional desde el que nos confronta.

Regreso a la frase con la que inicié este tema.
“Si los hombres supieran lo rápido que se llena de dudas la cabeza de una mujer, la llenarían de Amor más seguido para evitarse problemas.”
En la cabeza de la mujer hay una margarita que constantemente se deshoja: me quiere, no me quiere, me ignora, no me necesita, me quiere, no me quiere, estoy gorda, me falta otro tinte o corte de cabello, me quiere, no me quiere, anda con otra, ya no le gusto, por qué dijo esto o hizo aquello, me quiere, no me quiere, y así hasta la eternidad, la muerte o la madurez emocional, lo que llegue primero. Aquí es cuando me llueven tomatazos de parte de mis 5 lectoras y sin duda me los merezco. Pero si me equivoco en lo que digo, en mi defensa responderé que a mí solo me han tocado locas adorables y por tan locas tan endiabladamente encantadoras para amarlas.
Conclusión para los hombres, les dejo el consejo de Oscar Wilde: Las mujeres han sido hechas para ser amadas, no para ser comprendidas. Denles Amor en forma de paciencia, silencios oportunos, acciones de propósitos inconfundibles y sobre todo, apliquen la regla de las dos horas. Cada 2 horas una mujer cambiará de opinión. “Las mujeres queremos infinito dos horas, odiamos para siempre una hora y nos vamos para nunca volver un día.” @Blusfera (Autora de la frase).
Germán Renko @ArkRenko
Psicólogo y terapeuta de pareja.
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