
El discurso distorsionado de muchos hombres
Cuando el resentimiento se confunde con lucidez
Hay frases que suenan valientes… hasta que descubres que no nacen de la conciencia, sino del enojo.
Y entonces lo que parecía una verdad, en realidad es una herida hablando en voz alta.
Hace unos días, me hicieron llegar un video que provocó polémica en redes para saber mi opinión al respecto.
Un hombre hablaba de las “duras realidades” entre hombres y mujeres.
Su mensaje empezó con una advertencia:
“Si eres una mujer a la que le incomodan las verdades, este video no es para ti.”
Y a partir de ahí, descargó una lista de afirmaciones que muchos interpretaron como “crudas” y “reales”, pero que, desde la mirada clínica, estaban llenas de algo distinto: resentimiento, generalización y desconexión emocional.
Me di cuenta que su discurso no era un análisis.
Era una proyección con micrófono y lo más grave era el eco que encontraba a su paso, cientos de hombres asintiendo con sus creencias.
💬 El tono que no busca dialogar, sino ganar
Cuando alguien se coloca en el lugar de quien posee la verdad absoluta, deja de dialogar para empezar a dictar sentencia.
Y eso fue lo que hizo él.
Desde el inicio marcó jerarquía: él como el iluminado que dice “haber visto la luz”, y las mujeres como las que “no toleran escucharla”.
Ese tipo de discurso no genera conciencia, refuerza la defensa.
No busca construir puentes, sino reforzar trincheras.
Y en tiempos donde el debate de género ya está lo suficientemente polarizado, lo último que necesitamos es más soberbia disfrazada de claridad.
💔 La visión que reduce y empobrece
Su argumento era simple:
“Ser hombre es caro. Ser mujer no.”
Y lo “demuestra” en tres ejemplos: comer, sexo y viajes.
Según él, si un hombre quiere salir o disfrutar algo, tiene que trabajar y pagar, mientras que una mujer solo necesita aceptar una invitación, enviar un par de mensajes o —como él mismo dijo— “abrir las piernas”.
Esa frase, cargada de desprecio y resentimiento, resume todo el problema de su mirada: la creencia de que la mujer puede obtener lo que quiera con solo ofrecerse, mientras el hombre tiene que ganárselo.
Ese pensamiento es más que una crítica social; es una distorsión emocional.
Porque detrás de la aparente “dureza” de su argumento, lo que se escucha es otra cosa:
“Siento que lo que yo doy no vale tanto como lo que ella es.”
Su discurso reduce toda interacción humana a una transacción económica o sexual, ignorando que hay mucho más detrás:
- las diferencias estructurales de ingreso, seguridad y oportunidades,
- la doble carga emocional que muchas mujeres sostienen,
- y el contexto de quién tiene poder y quién pone el cuerpo, emocional o físicamente, en una relación.
Por eso tantas mujeres lo leen como una visión superficial y misógina del vínculo humano: porque la muestra como alguien que no decide ni aporta, y además la etiqueta como una explotadora de hombres.
🧩 La falacia del privilegio femenino universal
Él presenta como “dura realidad” algo que solo aplica a un grupo muy pequeño y específico de mujeres: aquellas que viven dentro de entornos donde la visibilidad, la estética o el estatus funcionan como moneda de cambio emocional.
Hablamos de mujeres jóvenes, atractivas, con visibilidad social y que se mueven en contextos hipersexualizados, donde la atención masculina puede traducirse en beneficios materiales o sociales.
Y sí, existen también otras —con poder adquisitivo o influencia— que habitan entornos donde la validación y el deseo masculino todavía representan estatus.
Estas mujeres disfrutan que las inviten, que las conquisten o que las sorprendan con gestos materiales; no porque dependan de eso, sino porque aún asocian esos gestos con interés, atención o deseo.
No todas las que reciben lo hacen desde la carencia; muchas lo hacen desde una idea aprendida de amor: ser invitadas se siente como ser elegidas, y ser elegidas se siente como ser valoradas.
No es manipulación: es un patrón cultural.
Pero en su discurso, él no distingue.
No habla de este pequeño grupo ni del contexto que lo explica.
Simplemente extiende ese estereotipo a todas las mujeres, colocándolas en el papel de “explotadoras de hombres” y borrando cualquier matiz de realidad.
Así, su relato ignora por completo el otro universo: las mujeres que trabajan, que estudian, que sostienen hogares, que acompañan emocional o financieramente a sus parejas.
Las que equilibran independencia con vulnerabilidad, las que proveen amor, contención o estabilidad sin pedir retribución material.
Las que pueden pagarse un viaje, pero a veces también desean ser invitadas —no por interés, sino por significado.
Ese tipo de mujeres desaparecen de su relato porque su mirada no alcanza a ver el valor de lo invisible:
la contención, la ternura, la empatía, el cuidado que no se factura pero sostiene la vida cotidiana.
Y cuando se omite todo eso, el análisis deja de ser realista y se convierte en caricatura.
💸 El problema del “simpeo” y el mérito emocional
Cuando dice:
“Dejen de dar sin recibir nada a cambio.”
“Hay una línea delgada entre ser caballeroso y ser un simp.”
está mezclando dos cosas muy distintas:
el deseo legítimo de reciprocidad emocional con una mentalidad transaccional, donde dar solo tiene sentido si se obtiene algo inmediato a cambio.
🟠 En corto:
Un simp es un hombre que intenta ganar atención, afecto o aprobación de una mujer a costa de su propia dignidad o límites, creyendo que “dar más” lo hará más valioso o deseable.
En el fondo, el simp no busca amar, sino ser validado.
Su entrega no nace del vínculo, sino del miedo a no ser suficiente.
Ese enfoque desnaturaliza el afecto.
Convierte la amabilidad en inversión financiera con retorno esperado.
Y en ese punto, el mensaje ya no suena a conciencia emocional, sino a “si no obtengo sexo o gratitud visible, fui estafado.”
🧠 La proyección del resentimiento
A nivel psicológico, su discurso refleja una herida narcisista masculina moderna: hombres que se sienten desplazados, desvalorizados o emocionalmente explotados.
Y aunque la “moraleja” final —“piensen qué traen ustedes a la mesa”— podría tener sentido en un contexto maduro, en su boca suena a reproche, no a reflexión.
No lo dice para construir, lo dice para reclamar.
Ese tipo de tono no busca sanar la frustración, sino justificarla.
Y por eso el mensaje, en lugar de inspirar diálogo, se convierte en resentimiento disfrazado de análisis.
⚖️ El doble mensaje
Termina diciendo:
“Yo soy partidario de que el hombre tiene que hacer todas esas cosas, pero ustedes mujeres también deben traer algo.”
Esa frase aparenta equilibrio, pero llega después de tres minutos de acusaciones.
Es como decir: “Te respeto, pero primero te humillo.”
Esa contradicción hace que su mensaje suene hipócrita o manipulador.
La coherencia emocional no se mide por el cierre del discurso, sino por el tono con el que se construye.
❤️ Lo que de verdad se “trae a la mesa”
Lo más curioso de su argumento es que, incluso cuando intenta sonar justo, sigue hablando en los mismos términos que critica.
Dice que el hombre debe aportar y que la mujer “traiga algo a cambio”, como si una relación fuera una mesa de negociación y no un espacio de encuentro.
Habla de dinero, atención o gratitud, pero no menciona nada sobre lo emocional, lo ético o lo humano:
el respeto, la admiración, la complicidad, la calma que da confiar, o la ternura que sostiene en los días difíciles.
En una relación madura, ambos traen más que recursos:
traen conciencia, tiempo, escucha, compromiso, deseo de cuidar y dejarse cuidar.
Y cuando eso falta, no importa quién paga la cena o quién organizó el viaje: el vínculo se empobrece igual.
Una relación sana no se mide por quién da más, sino por cómo se sostienen mutuamente sin perder la autonomía.
Por eso, cuando alguien resume el amor a “lo que se aporta a la mesa”, revela más sobre su miedo a ser usado que sobre su capacidad de amar.
🔥 Por qué conecta con algunos y molesta a otras
Su discurso conecta con muchos hombres porque valida un cansancio real: el de sentirse exigidos, poco reconocidos o invisibles emocionalmente.
Y eso es comprensible.
Pero irrita a muchas mujeres porque culpa colectivamente, ignora matices y simplifica una problemática compleja.
En lugar de abrir un debate sobre responsabilidades compartidas, termina siendo una queja revestida de datos falsamente lógicos, basados en su estadística personal.
Y así, lo que podría haber sido un espacio de comprensión mutua se convierte en un campo de batalla: él busca ser escuchado, pero lo hace atacando.
💬 Mini diálogo
—“Yo solo digo la verdad”, dice él.
—“No”, le respondería yo, “tú dices tu verdad, que no es lo mismo.”
—“Pero es lo que veo.”
—“Claro. Lo que ves depende de dónde estás parado. Y si estás parado en la herida, verás el mundo a través del dolor.”
Y eso es precisamente lo que ocurre con muchos hombres que hoy piensan igual.
No es que hayan descubierto una gran verdad, sino que están mirando desde el mismo lugar herido.
Por eso coinciden, por eso se validan unos a otros: no porque su visión sea objetiva, sino porque su dolor es el mismo.
Cuando un grupo entero mira desde la herida, el sesgo se convierte en identidad, y la frustración empieza a sonar como certeza.
Pero que algo se repita mucho no lo vuelve verdadero.
🕊️ Hablar desde la herida, no desde el juicio
El verdadero cambio ocurre cuando en lugar de proyectar la herida, la identificamos.
Cuando en vez de decir “las mujeres son interesadas”, decimos “me duele sentir que no soy suficiente.”
Ese desplazamiento del juicio a la emoción cambia todo:
del ataque a la introspección,
del reproche a la conciencia.
Y ahí, recién ahí, comienza la posibilidad de un vínculo más sano entre hombres y mujeres.
✨ Conclusión
En algunos discursos, sin importar el género, no hay verdad absoluta, solo historias no resueltas que aprendieron a hablar más fuerte que el silencio.
Y cada vez que alguien habla desde la herida sin saberlo, nos recuerda lo urgente que es sanar antes de opinar.
🔹 Si eres hombre y te has sentido frustrado o agotado en tus relaciones, quizá no se trate de que te “exploten”, sino de que estás repitiendo una forma de vincularte basada en el dar para ser querido.
Trabajar en terapia te permite comprender de dónde viene esa necesidad, cómo poner límites sanos y cómo construir vínculos más equilibrados, sin miedo ni deuda emocional.
Aprender a relacionarte desde tu valor —y no desde la carencia— puede cambiar por completo tu manera de amar y de ser amado.
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Una reflexión sobre la otra cara de esta historia: el peso emocional y económico de “tener que darlo todo” para ser valorado.
📬 Este artículo lo escribo desde la psicología sistémica, donde entendemos que toda proyección es un espejo y toda generalización, una defensa. Si te interesa seguir explorando cómo sanar las dinámicas de pareja y comunicación, suscríbete a Conexión Consciente y recibe cada nueva publicación directo en tu correo.
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Nos leemos en la próxima. ✨
Germán







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