
Eva y Adán en crisis
La pareja después de tanta guerra de géneros
Hace un tiempo escribí un artículo titulado “El amor está en crisis” donde señalaba el desconcierto de nuestro tiempo: más mujeres sin pareja, hombres que no saben cómo relacionarse, relaciones cada vez más frágiles, marcadas por lo inmediato y un mercado del amor que cambia las reglas a cada rato. 👉 (El amor está en crisis I).
Este nuevo escrito es la continuación de aquel análisis. Si en ese momento planteé el diagnóstico de una crisis, ahora intento profundizar en sus raíces: la transformación de los roles de género, la autonomía femenina, la herida masculina frente a la pérdida de privilegios y el desafío de reconstruir la pareja en un escenario donde el patriarcado ya no funciona como molde.
El guion roto
Por siglos, el contrato implícito fue simple: ella cuidaba, él proveía. Ese libreto rígido, aunque limitante, daba estabilidad. Hoy ese guion se ha roto.
Las mujeres ya no se definen únicamente por la maternidad o el hogar; buscan proyectos propios, independencia económica y autonomía sexual. Los hombres, en consecuencia, se ven obligados a dar un giro: ya no basta con ser proveedores, ahora se espera intimidad emocional, vulnerabilidad y reciprocidad.
El resultado es paradójico: las parejas anhelan cercanía, pero conviven en un terreno lleno de silencios. Hablan, pero no de lo esencial; se acompañan, pero se sienten extraños.
Esa distancia no surge de la nada: es el eco de una historia mucho más larga. Para entender por qué los roles actuales se tambalean, es necesario recordar de dónde venimos, cómo se construyó la relación entre hombres y mujeres a lo largo de los siglos y de qué manera la mujer empezó a liberarse de los papeles que la ataban.
Una breve historia: de la opresión a la emancipación:
La liberación femenina no surgió de un día para otro; fue la consecuencia de siglos de lucha frente a un orden social que confinaba a la mujer a roles muy definidos.
Durante siglos, en la pareja, la mujer fue entendida como apoyo y complemento: debía ser esposa fiel, garante del hogar, refugio emocional del varón. En la familia, su papel principal fue la maternidad y la crianza, cargando casi en soledad con la educación y el cuidado de los hijos, además de velar por los mayores y enfermos. En la sociedad, su lugar estaba limitado al ámbito privado: se le negaba el acceso a la educación, a la vida política y, por supuesto, a la toma de decisiones públicas.
Ese modelo hacía que el valor de la mujer estuviera determinado por su capacidad de sacrificio, obediencia y abnegación. No se esperaba de ella un deseo propio, sino la disposición a sostener los deseos de los demás.
La ruptura comenzó lentamente.
- En el siglo XIX, algunas mujeres exigieron acceso a la educación y al derecho al voto, rompiendo el silencio político al que estaban confinadas.
- En el siglo XX, con las guerras mundiales, ingresaron masivamente al mundo laboral, demostrando que podían sostener tanto la economía como el hogar.
- Décadas más tarde, con la revolución sexual y los derechos reproductivos, ganaron poder sobre su propio cuerpo y la posibilidad de decidir cuándo y cómo ser madres.
- Los movimientos feministas más recientes ampliaron el horizonte hacia lo íntimo: igualdad en la vida doméstica, en el reparto de tareas, en la expresión del deseo y en la construcción de vínculos afectivos.
Cada conquista fue un paso en el mismo sentido: dejar de ser vistas solo como esposas, madres o cuidadoras, y reconocerse como personas plenas, capaces de elegir su destino dentro y fuera de la pareja. Fue así como las mujeres comenzaron a emanciparse de roles que durante siglos parecían naturales, pero que en realidad eran impuestos.
Esa ruptura histórica abrió un nuevo horizonte: la posibilidad de que la mujer no solo conquistara espacios sociales y políticos, sino también que replanteara su vida íntima y afectiva. Y allí surge la pregunta central: ¿estoy aquí porque amo, o porque necesito?
El despertar de la autonomía femenina
La emancipación femenina no fue solo social o económica, fue profundamente íntima. La mujer comenzó a preguntarse: ¿estoy aquí porque amo, o porque necesito? Esa pregunta cambió las reglas del juego.
La autonomía femenina permitió amar sin resignarse, pero obligó a la pareja a repensarse desde cero. Muchos hombres quedaron descolocados ante mujeres que ya no se conformaban con obedecer o callar, sino que exigían voz, reconocimiento y reciprocidad.
Hoy, vivimos una transición: mujeres más libres, hombres redefiniéndose, parejas buscando equilibrio entre independencia y complicidad.
La lucha interna entre el modelo tradicional y el nuevo
Esa libertad, sin embargo, no ha eliminado del todo los vínculos con el pasado. Muchas mujeres viven una lucha interna: desean conservar lo mejor del modelo tradicional —la seguridad, la certeza de un rol claro, el cuidado compartido del hogar— y al mismo tiempo abrazar lo mejor del modelo nuevo —la independencia, la autonomía sexual, el desarrollo profesional y la autonomía emocional—.
Esta ambivalencia se traduce en una especie de doble lealtad interna: hacia un pasado que daba orden y pertenencia, y hacia un presente que ofrece libertad y realización personal. En consulta es frecuente escuchar la contradicción: mujeres que celebran su autonomía, pero que al mismo tiempo sienten culpa por disfrutarla; o que sueñan con un compañero igualitario, pero en ocasiones extrañan la comodidad de un esquema más clásico.
No se trata de rechazar el modelo anterior por completo, sino de buscar una síntesis: rescatar lo que daba estabilidad sin renunciar a lo que otorga libertad. Ese debate interno refleja que la transformación no es lineal, sino un proceso en construcción, lleno de tensiones que repercuten en la vida íntima y en la relación de pareja.
¿Por qué la mujer libre incomoda tanto?
Con esa libertad, apareció también una nueva forma de etiquetarlas. A las que se sostienen, deciden y ejercen poder se las llama, en tono reivindicativo, mujeres empoderadas. Pero en lo coloquial y despectivo, todavía se las señala como mujeres mandonas, como si su autonomía fuera un exceso o una invasión de un territorio que no les corresponde.
Detrás de esa mirada late un miedo: el temor a que la independencia femenina deje al hombre sin función, sin rol claro. Pero la pregunta no es si las mujeres se volvieron demasiado fuertes; la pregunta es si los hombres pueden amar a una mujer libre sin sentirse menos.
El problema nunca fue la autonomía de ellas, sino la incapacidad de muchos varones para resignificar su virilidad. Lo que se teme no es a la mujer empoderada, sino a la pérdida de un privilegio histórico. Y es en esa pérdida donde comienza el verdadero desafío: redefinir qué significa ser hombre en un mundo donde los viejos modelos ya no sirven.
Hombres en transición: La nueva masculinidad
El avance de Eva obligó a Adán a transformarse. El hombre proveedor, fuerte, distante y dueño de la autoridad comienza a perder centralidad. No se trata de la desaparición del hombre, sino de la transformación de un modelo que durante siglos fue hegemónico.
El varón contemporáneo enfrenta un reto complejo: integrar lo que antes se le prohibía —vulnerabilidad, ternura, cuidado— sin sentir que pierde su identidad. Algunos logran reinventarse y descubrir un lugar más humano y auténtico; otros se resisten y se atrincheran en la nostalgia de un poder que ya no les garantiza sentido ni reconocimiento.
¡Mi mujer ya no me necesita: la crisis de Adán!
Durante siglos, el patriarcado le dio al hombre un lugar asegurado: ser imprescindible. Proveedor, jefe de familia, figura de autoridad. Pero la autonomía femenina desarmó esa ficción y hoy muchos hombres descubren con desconcierto que sus parejas ya no los necesitan para sobrevivir.
Ese “ya no me necesita” no es desamor, es libertad. La mujer puede sostenerse sola y elegir desde la plenitud, no desde la carencia. Y ahí comienza la crisis: ¿cómo se redefine la identidad masculina cuando ya no se sostiene en la necesidad del otro?
En consulta lo escucho con frecuencia: “Si ella ya no me necesita, ¿cómo me aseguro de que no se vaya?”. Para muchos, el amor por elección —ese que no depende de la obligación ni de la dependencia— resulta inconcebible. Les produce temor pensar que, en cualquier momento, su compañera pueda irse simplemente porque así lo decide.
Lo que se derrumba no es solo un modelo social, sino un sentido de sí mismo. La crisis de Adán es, en el fondo, el desafío de aprender a sostener vínculos desde la libertad, y no desde la necesidad.
Como comenté al inicio, este texto es una prolongación de la idea que lancé en “El amor está en crisis”: aquel diagnóstico era el punto de partida, y lo que aquí se plantea es el desarrollo clínico y cultural de esa crisis.
Si el amor hoy está en crisis, es porque las estructuras que lo sostenían están desmoronándose. La autonomía femenina, la crisis del hombre tradicional y el adiós al patriarcado no son fenómenos aislados; forman parte de un mismo movimiento histórico que reconfigura la manera de amar.
No es que se haya apagado el fuego, es que todavía no hemos aprendido a traducirlo en un idioma que combine autonomía con intimidad. Ese vacío de lenguaje, de acuerdos y de seguridad relacional explica por qué hoy emergen problemas sexuales en parejas que antes los tenían en menor medida o que ni siquiera los identificaban.
En mi práctica clínica aparece un dato doloroso: al menos el 80 % de las parejas que deciden separarse reportan insatisfacción sexual persistente, junto con emociones no comunicadas y conflictos no resueltos. Esa cifra no está allí para asustar, sino para recordarnos que lo que llamamos “crisis del amor” también se refleja, con crudeza, en la vida sexual de la pareja.
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